Dos curvas exponenciales que ponen en jaque a la humanidad.
Fecha: 
14/05/2020 - 5:36pm
Dos curvas exponenciales que ponen en jaque a la humanidad.

Por Efraín Rincón
 
En medio de la crisis de la COVID-19, también vivimos la crisis climática. ¿Cómo se relacionan estos dos sucesos que vive la humanidad? Quizás los mismos seres humanos tengamos las respuestas… y la culpa. 
 
¿Murciélagos o pangolines? Parece que hay dos sospechosos en la línea de transmisión del virus SARS-CoV-2 a los humanos. Hoy la ciencia le sigue las pistas a este coronavirus para encontrar de dónde vino, pues es vital para prevenir nuevos brotes. Pero, ¿qué hay detrás de que estos animales puedan ser culpables? 
 
Lejos de pensar que la solución es eliminar poblaciones de murciélagos, como hicieron hace unas semanas en Perú, a causa de la desinformación, habría que plantear que las principales responsables no son estas especies, sino las prácticas humanas que han llevado a que la gente tenga un contacto más estrecho con otros animales, entre varias causas, por la pérdida de hábitat, el tráfico de fauna o los mercados que venden animales vivos o muertos para el consumo humano, como el de Wuhan, China.
 
Saltos entre especies
 
Para hablar en otros términos, las enfermedades zoonóticas, como la COVID-19, son aquellas en las que se transmiten microorganismos patógenos entre vertebrados y humanos. Este salto entre especies se debe a intromisiones de nuevos organismos en el ciclo de transmisión de los patógenos, “Los humanos han entrado a hacer parte de esos ciclos de transmisión, un poco involuntariamente, y se han visto expuestos a patógenos que originalmente no los infectaban”, explica Camila González, investigadora de la Universidad de los Andes en el Centro de Investigaciones en Microbiología y Parasitología Tropical -CIMPAT-. 
 
En lo que va de este siglo nos hemos topado con varios brotes de enfermedades zoonóticas como la del SARS (coronavirus), en el 2002; la influenza tipo A H1N1, en el 2009; el MERS (coronavirus), en el 2012; el Ébola (filovirus) en África Occidental, en el 2014; la enfermedad originada por el virus del Zika (flavivirus), transmitido por el mosquito Aedes aegypti y este año nos enfrentamos a la COVID-19, también producida por un coronavirus. Las zoonosis son tan comunes que, según el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, se estima que 6 de cada 10 de las enfermedades infecciosas ya conocidas en humanos se pueden transmitir  desde los animales y, de las nuevas enfermedades infecciones, 3 de cada 4 provienen de  animales. 
 
¿Qué hace, entonces, que un microorganismo o un agente que habita cierto hospedero, se encuentre con nosotros? Uno de los aspectos que ha estudiado González son los procesos de deforestación que responden al cambio en el uso del suelo, como los monocultivos de palma de aceite, aquí en Colombia. Estos cambios alteran la distribución, abundancia y diversidad de especies que pueden albergar parásitos, lo que implica una transformación en el ciclo de transmisión de estos últimos y que deban “aprovechar” otros animales (nuevos hospederos) que empiezan a predominar en el medio, como roedores o el ganado, sugiere la investigadora. Y aclara que, “los ciclos de transmisión se reestructuran en función de las especies que hay disponibles en esos nuevos entornos o ambientes”. Además, estas intervenciones sobre los ecosistemas aumentan la frecuencia del contacto entre humanos y los animales silvestres.  
 
En otras palabras, mantener una selva de tal manera que no altere su balance en cuanto a diversidad de especies permite que los potenciales patógenos, que habitan esa diversidad de hospederos, se queden ahí. Como diría González, quien ha tratado de responder preguntas de salud pública desde la biología y la ecología: “Sí importa tener ecosistemas conservados y sí importa tenerlos de la mejor manera posible, así se produce el denominado efecto de dilución”. 
 
Solo para ilustrar, les va el siguiente caso de la vida real. En estanques de Canadá y Estados Unidos, hace más de dos décadas, empezaron a notar que algunas ranas tenían más de cuatro patas. Después de indagar sobre las causas, la evidencia llevó a dar con el responsable: Ribeiroia, un platelminto que se reproduce en caracoles y parasita a renacuajos que durante su metamorfosis a ranas desarrollan otra extremidad. Las ranas luego son comidas por aves que defecan y liberan huevos de estos parásitos, que nuevamente infectan a los caracoles. 
 
¿Dónde entra la diversidad y el efecto de dilución que explica González? En la búsqueda de nuevos organismos que infectar, un parásito puede encontrarse con un animal al que simplemente no pueda infectar o al que no pueda usar para completar su ciclo de transmisión. Cuanto más diversidad existe, mayor es la probabilidad de dar con un organismo que no le convenga al parásito y, en otras palabras, se “diluya” entre la diversidad de especies.
 
¿Y las ranas? En el 2013 científicos de Estados Unidos encontraron que en estanques con mayor diversidad de anfibios (más de seis especies), la transmisión de los parásitos fue mucho menor que en estanques con baja diversidad. 
 
“Tener ecosistemas conservados donde se mantenga una alta diversidad de especies, reduce la probabilidad de que haya muchos hospederos competentes y por lo tanto protege en cierta medida a las poblaciones humanas”, concluye la investigadora del -CIMPAT- .
 
Además, están las perturbaciones generadas por el cambio climático, como el aumento de la temperatura. Estas tienen un impacto en las enfermedades transmitidas por vectores como los mosquitos, pues podrían ampliar los rangos en su distribución. Según González, “Para Colombia, lo que hemos visto es que se predicen cambios altitudinales”. Es decir que frente a aumentos de temperatura significativos, las especies encontraría hábitats aptos para vivir en tierras más altas, donde antes no estaban.  
 
La  crisis climática actual, viéndola bien, tiene sus similitudes con la crisis de COVID-19, pese que a ocurren en escalas de tiempo distintas.  Ambas, representadas en curvas exponenciales, una de infecciones y otra en emisiones de dióxido de carbono, significan amenazas para la salud humana, la seguridad alimentaria, la diversidad, la sociedad e incluso la economía mundial. 
 
Las dos responden a un ritmo que impuso el ser humano en nombre del mercado y lejos de la salud de los ecosistemas, que son el reflejo de la salud de quienes los habitan. Como lo expone la ecóloga Brigitte Baptiste en una columna de opinión para este medio, “La selva en pie no parece poder competir con los costos de oportunidad del capital en mercados totalmente distorsionados por la demanda de productos agropecuarios, energía o minerales”. 
 
Una reflexión económica
 
Hace ya varias décadas Karl Polanyi, un científico social y filósofo nacido en la época del Imperio austrohúngaro, en su libro La gran transformación(1944) criticaba una economía y mercado autorregulados y “desarraigados” de la sociedad. “Tiene una idea parecida a la de Marx, en la que el capitalismo  mercantiliza elementos que antes no lo eran: el trabajo, los seres humanos y la naturaleza”, opina Tatiana Andia, profesora de sociología en la Universidad de los Andes. 
 
Pero, Andia explica que, a diferencia de Marx, Polanyi plantea que sí puede existir una economía regulada por las sociedades en la que hay un balance.  Allí el mercado responde a esos elementos fundamentales como los humanos y la naturaleza, y no que estos últimos dependan del mercado. 
 
Esta socióloga, también economista e historiadora, plantea que la visión de Polanyi permite reflexionar sobre lo que ocurre en estos momentos: una posible consecuencia de una economía del mercado que tiende a ser desmedida y desarraigada. “Y esta tendencia es por la ambición gigante de utilidad y de extractivismo. De sacar al máximo. Esa ambición que está en el corazón del capitalismo alimenta una tendencia a que se desligue de sus elementos fundamentales”, explica Andia, y agrega: “Incluso si la razón de la crisis no fuese el mercado mismo, lo que sí está mostrando es la insuficiencia de este para resolver los problemas humanos más importantes, por ejemplo una epidemia”. 
 
Las prácticas como el acaparamiento de tierras, la ganadería extensiva, la construcción de carreteras y vías de transporte, las actividades extractivistas legales o ilegales, los monocultivos y, específicamente en Colombia, los cultivos ilícitos no son indiferentes a las críticas de Polanyi, pues no se detienen pese a las transformaciones disruptivas que causan en los ecosistemas y favorecen las enfermedades zoonóticas. Todo esto, sin mencionar que hay prácticas culturales en el país que atentan contra la salud pública, “Hay muchos animales que sacan del monte, como una forma de subsistencia para alimento y para comercializar. Nosotros tenemos un problema importante de tráfico de especies”, añade Camila González.  El consumo y tenencia de animales de vida silvestre como mascotas también son oportunidades de transmisión de patógenos y enfermedades emergentes.
 
Antes de que el coronavirus aterrizara en el país, ya existían varias enfermedades infecciosas, especialmente las que son transmitidas por insectos vectores. La fiebre amarilla, la malaria, el dengue, la leshmaniasis, la enfermedad de chagas, el zika o el chikunguña hacen parte de esas enfermedades que ocurren en poblaciones más apartadas y vulnerables y que poco resuenan en ciudades como Bogotá. Pero eso al virus de la COVID-19 poco le importa, pues afecta a la humanidad de la misma manera. “Tenemos la percepción de que es mucho más importante el coronavirus que todas las otras enfermedades, pero ellas causan unas problemáticas de salud pública en el país impresionantes”, opina González. 
 
Si lo ponemos en perspectiva, este coronavirus demostró que nos hemos alejado de las necesidades básicas y vitales como la salud de la gente. “Ahora estamos muy confundidos sobre lo que realmente crea valor. El trabajo de la salud o de los campesinos está creando valor y es evidente que no podríamos subsistir sin ello”, dice Tatiana Andia. Es como si nos hubiéramos “desarraigado” de la realidad del país.
 
¿Tiempos a.C y d.C? Antes del Coronavirus y después del Coronavirus
 
En estos momentos, si hay algo que reina en el planeta es la incertidumbre. La mesa está abierta para escenarios que podrían pensarse desde todas las disciplinas y miradas. Unos más o menos beneficiosos. Sobre el cambio climático, por ejemplo, puede que la inversión y las políticas ambientales dejen de ser una prioridad para los gobiernos por el afán de “recuperar lo perdido”. O, del otro lado, podríamos entender las lecciones de esta crisis para enfrentar otras, como diría la periodista Beth Gardiner, “El virus nos ha mostrado que si esperas hasta poder ver el impacto, sería muy tarde para detenerlo”. Todo esto depende de las decisiones que se tomen. 
 
La historia también habla por sí sola. En el 2007, en una revisión bibliográfica publicada por la Sociedad Americana para la Microbiología llamada “Coronavirus del Síndrome Respiratorio Agudo Severo como agente de Infección emergente y reemergente” los autores concluyen con un vaticinio:
 
“La presencia de un gran reservorio de virus similares al SARS-CoV en murciélagos de herradura (Rhinolophus spp.), junto con la cultura de comer mamíferos exóticos en el Sur de China, es una bomba de tiempo. Existe la posibilidad de la reaparición del SARS y otros virus nuevos de animales o de laboratorios y, por lo tanto, la necesidad de preparación no debe ignorarse”. 
 
En las redes sociales ronda un meme que dice “Toda película de desastres comienza con el gobierno ignorando a los científicos”. Bueno, el momento que atravesamos agudiza la necesidad de escuchar y apostarle al desarrollo científico en el planeta, no solo para hacer frente a la crisis climática, también para nuevas y posibles pandemias.
 
Ante esto, lo cierto es que lo que vivimos con la COVID-19 demuestra que existen las posibilidades. En palabras de Tatiana Andia, interesada por la economía política en perspectivas históricas, “Las crisis hacen pensar que aquello que era imposible se vuelve plausible. Por ejemplo, frente al cambio climático, era imposible imaginar detener la economía. Era algo que simplemente no estaba en el repertorio de posibilidades de nadie”. Y esto es algo que está sucediendo ahora. 
 
Y a la vez nos hace cuestionar sobre el ritmo de la locomotora en la que veníamos montados. Hoy, en medio del encierro, vemos que sí es posible reevaluar aspectos que van desde los sistemas de producción hasta el uso masivo de aviones. De detener el modo de vida que llevábamos. Es claro que este tipo de transformaciones implicarían un costo, pero, como plantea la parasitóloga Camila González, “evidentemente no era necesario seguir con las emisiones de combustibles fósiles y seguir en este frenesí de productividad”.
 
Incluso los efectos del confinamiento nos hacen sentir la desconexión de la humanidad con aspectos que alguna vez nos parecieron tan básicos, pero que ahora valoramos de otro modo; extrañamos hasta el árbol que se ve por la ventana y el aire que mueve sus hojas. “De repente, eso es muy valioso. Veo la posibilidad de que nos demos cuenta que uno puede supeditar el interés individual al interés colectivo, y luego que ese interés colectivo se trate de esas partes fundamentales”, concluye Tatiana Andia.