Fecha: 
29/05/2020 - 5:26pm
Matemáticas de las epidemias para dummies
 
En tiempos de cuarentena, hay algo que no lo está: las sumas, las restas, las multiplicaciones y las divisiones definitivamente no se quedaron confinadas. Estas funciones básicas, a las que muchos vieron como el coco de su etapa escolar, han salido a relucir con iridiscencia global en esta pandemia por su enorme facultad de explicar y proyectar la realidad. 
 
Por Amira Abultaif Kadamani
 
“La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. […] Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: ‘¡Las ratas!’, decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba. 
—No hay esperanza doctor? 
—Ha muerto, dijo Rieux”.
 
Ese es el preámbulo de la peste negra en Orán, la ciudad argelina que Albert Camus tomó como escenario de su novela La peste, el leitmotiv editorial contemporáneo sobre las epidemias. Corrían los años cuarenta, y la plaga de roedores que infestó este puerto sobre el Mediterráneo bajo ocupación francesa conminó a los ciudadanos al encierro, entre otras medidas, con tal de atajarla. Meses después el mal al fin cedió, con un rosario de víctimas a cuestas. 
 
Esta pieza literaria, ícono del existencialismo, se vale de una narrativa fantasiosa —pero inquietantemente real— para sumergirse en un debate filosófico que explora el talante humano en condiciones de hipoxia, como lo es una intempestiva epidemia y la tragedia que esta encarna. Muchos la interpretan como una alegoría al auge del fascismo y sus horrores. Ese es su genuino valor universal y la razón por la que hoy sale a flote como metáfora que trasciende su tiempo y geografía. Por algo este libro, publicado en 1947, ha repuntado en ventas en los últimos tres meses en Francia e Italia. 
 
Además, la obra aborda un componente que hoy, con la COVID-19, sale abrumadoramente a la palestra: el conteo de infectados, de muertos y de camas que sirven de referencia para tomar medidas de salud pública. Y ese es, en el fondo, el quid de las matemáticas y la estadística metidas en este asunto, donde evidentemente el todo no es necesariamente la suma de las partes, sino a veces mucho más (matemáticas no lineales).  
 
Estas dos disciplinas resultan fundamentales para construir modelos epidemiológicos que permitan predecir la progresión de una enfermedad, en aras de saber cómo responder a ella. No se enfocan en males extraños, sino en patologías que se propagan durante un tiempo, acometiendo simultáneamente a un gran número de personas. La diferencia esencial entre un brote, una epidemia y una pandemia es de escala y tipo de transmisión cuando se trata de males infectocontagiosos (casos importados o transmisión comunitaria).  
 
El ser humano es un animal profundamente gregario, y eso lo hace inevitablemente proclive a las epidemias. De ahí que escudriñar sus causas y mecanismos de propagación sea vital para tomar acciones preventivas y de control. Y una de las formas más eficaces y relevantes de entender su diseminación entre una población es a través de la modelación matemática de los fenómenos que ocurren en la realidad. 
 
Uno de los primeros en hacerlo fue Daniel Bernoulli,  un matemático y médico nacido en Países Bajos, que en el siglo XVIII formuló un modelo epidemiológico para estudiar la difusión de la viruela —infección que asoló a Europa en aquella época— y las ventajas de un programa de vacunación. “Aunque la Academia de Ciencias de París publicó su trabajo en 1760, el método nunca fue adoptado de forma oficial y el propio Rey Luis XV de Francia moriría de viruela años después, en 1774. Solo a principios del siglo XX resurgió con vigor la idea de modelizar matemáticamente la propagación de epidemias. Desde entonces, ese punto de vista ha contribuido a diseñar políticas de salud pública en todo el mundo”, explica Miguel Herrero, catedrático de matemática aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, en una columna para el diario El País (https://elpais.com/elpais/2017/02/06/ciencia/1486386507_636571.html). 
 
También son un clásico de la epidemiología los famosos mapas de John Snow, el médico inglés que en 1854 detectó cuál era la verdadera fuente del brote de cólera que azotó a Londres: el agua presuntamente potable que salía de las bombas de agua y no el pestilente aire que circulaba por la capital británica. Snow, al que muchos consideran el padre de la epidemiología moderna, georreferenció los lugares donde se presentaban las defunciones y los pozos de agua, y así logró conectar visualmente la incidencia con la concentración de fallecidos. 
 
Y unas décadas después, en los estertores del siglo XX, el desarrollo de modelos matemáticos para entender las epidemias empezó a florecer. Entre los protagonistas hay un nobel: Sir Ronald Ross, médico, matemático y entomólogo, nacido en la India pero educado en el Reino Unido, que en 1902 fue galardonado con la máxima distinción en el campo de la medicina por su descubrimiento del ciclo de la malaria y el rol del mosquito Anopheles como agente portador del parásito que produce la enfermedad (vector). Afiebrado por la investigación (tanto como la calentura que desata este mal tropical), Ross siguió analizando cómo evitar la transmisión de la malaria y predecir su comportamiento epidemiológico, y entre 1908 y 1917 trabajó acendradamente en el modelamiento matemático de esta patología; estableció así los primeros modelos compartimentales (se llaman así porque  las variables involucradas se trabajan como una serie de compartimentos enlazados, como los vagones de un tren) en el contexto de enfermedades transmitidas por vectores, particularmente el paludismo, al considerar dos poblaciones: una de humanos y otra de mosquitos. 
 
Años más tarde, dos escoceses, el matemático y químico William Ogilvy Kermack y el médico militar con grado de coronel Anderson Gray McKendrick (quien trabajó con Ronald Ross y fue uno de sus pupilos) también harían historia con dos puntos clave: 
 
Punto 1. Modificaron los modelos de Ross –que describen enfermedades transmitidas de vector a persona– para describir la propagación de una epidemia en la que la transmisión es de persona a persona. 
 
Punto 2.  Postularon el teorema del umbral, que determina las condiciones para que el número de infectados crezca o disminuya El teorema del umbral establece que debe haber un umbral para que se dé una epidemia; en otras palabras, si un individuo infectado entra a una comunidad no generará un brote epidémico per se, eso sucederá sí y solo sí la cantidad de las personas susceptibles a contagiarse sobrepasa cierto umbral. ¿Y cuál es esa cifra? El famoso R(o lo que comúnmente llaman RO), el número reproductivo básico, el cual estipula el número promedio de personas que un infectado puede contagiar. Sin duda, es un número crítico para establecer si hay o no un brote epidémico, determinando su impacto, el porcentaje de la población infectada y la tasa de crecimiento. Si el Res menor que 1 no habrá brote (o epidemia o pandemia), pero si es mayor que 1 sí habrá, y su crecimiento en la fase inicial será exponencial (que es distinto a acelerado, porque se trata de una cantidad que aumenta cada vez más rápido con el paso del tiempo; para entenderlo mejor, propongo leer la leyenda del tablero de ajedrez y el grano de trigo), llegará a un máximo y después disminuirá, como el trazado de una campana. ¿Qué tanto dura esa etapa y qué tan pronunciado será ese crecimiento? Eso depende de las intervenciones de salud pública que se tomen (verbigracia la cuarentena durante la COVID-19), lo que hace que la campana deje de ser campana y se parezca más bien a una sutil ola marina. Eso es ni más ni menos que APLANAR LA CURVA, como todos repiten al unísono.   
 
Kermack y McKendrick publicaron este trabajo en 1927 tras aplicarlo al estudio de una epidemia en Bombay en 1905. ¿No habría un sesgo allí? ¿Eso no sería como adecuar las matemáticas para hacerlas coincidir con la realidad de lo sucedido? “Claro, pero a partir de ahí se ha visto que ese modelo funciona para gran parte las epidemias que han ocurrido posteriormente”, asevera Ignacio Mantilla, ex rector de la Universidad Nacional, donde actualmente es docente de posgrado en matemáticas. 
 
El modelo creado por este par de escoceses, el cual integra varias ecuaciones relacionadas entre sí, se llama SIR porque ellos parten de la base de que una población expuesta a una epidemia se divide en tres grandes subgrupos (o compartimentos, de esto se trata el modelo compartimentalizado): los susceptibles a contraer la enfermedad (S), los que están infectados (I) y los removidos (R), siendo estos últimos aquellos que mueren o se recuperan y quedan inmunizados. Entre sus postulados esenciales están: a). una sola infección es la causante de la enfermedad. b). la muerte o la inmunidad completa son los dos desenlaces posibles de un contagiado. c). la tasa de contagio es proporcional al número de enfermos. d). todos los sujetos sanos son susceptibles de contraer la enfermedad. e). el modelo asume una población cerrada, es decir, no toma en cuenta nacimientos ni migraciones. f). el periodo de incubación que contempla es muy corto. g). la velocidad a la que disminuyen los infectados es proporcional a su número. 
 
A pesar de su aparente simplicidad —o justamente por ella—, este sistema matemático es como el bambú: firme, pero con la flexibilidad de adaptarse para proyectar el transcurso epidemiológico de distintas patologías. No por nada, es el modelo compartimental de transmisión persona a persona el que se toma como referencia para elaborar otros más complejos con otras variables o compartimentos, como vagones de un tren, todos concatenados, que se van adicionando o restando conforme a las características de cada enfermedad. Si es una transmitida por un animal —como la malaria, el dengue o el zika— habría indefectiblemente que subirlo al tren. En el caso que nos abruma hoy, la COVID-19, un modelo que no integre a los infectados asintomáticos (entre el 50 y el 75 por ciento), la ventana de transmisión (entre 2 y 14 días) o el periodo de incubación (entre 5.8 y 7.4 días), será deficiente.  
 
Un esfuerzo colectivo
 
De ahí que el éxito del modelamiento epidemiológico dependa del trabajo en equipo: “Los modelos excelentes son aquellos construidos multidisciplinariamente por expertos en distintas áreas —matemática, bioestadística, biología, epidemiología, medicina, ciencia de datos, entre otras— y con la capacidad de complementar y engranar sus visiones”, sostiene Carlos Castillo-Chávez, científico multidisciplinario, quien condensa buena parte de estos saberes y ha dedicado su vida a la investigación y enseñanza en distintas universidades, incluidas, Cornell, MIT, UNAM, Andes y Arizona State. 
    
Precisamente uno de los mayores desafíos que ha impuesto el virus  SARS-Cov-2  es que se trata de un nuevo coronavirus del que no se tenía rastro. Desde diciembre del año pasado hasta la fecha se han escrito más de 44.000 artículos científicos sobre el tema —muchos de ellos en espera de revisión de pares antes de ser publicados en revistas indexadas—, lo que constituye un maremágnum de información sin paralelo y un titánico esfuerzo colectivo, a contrarreloj,  para descifrar los secretos de este microorganismo que avanza con pasos de gigante. 
 
Las bolas de cristal son solo para las pitonisas
Hacia finales de marzo, cuando Neil Ferguson, vicedecano de la Escuela de Salud Pública del Imperial College London y director del Centro MCR para el Análisis Global de Enfermedades Infecciosas, testificó ante el Parlamento británico y afirmó que, según sus estimaciones, la cifra de muertos por el covid-19 en el Reino Unido no sobrepasaría las 20.000 personas, muchos salieron a decir que había reversado sus cálculos iniciales —de 500.000 fallecidos—, presentados apenas unas semanas atrás. 
 
Pero lo cierto es que este epidemiólogo matemático —que resultó positivo en una prueba de COVID-19 y sobrellevó la enfermedad con síntomas leves— no dio ningún giro en U; lo único que hizo fue recalcar uno de los escenarios que contemplaba su reporte original (que abarcaba  un espectro de posibilidades) y por el cual el primer ministro británico, Boris Johnson, también contagiado por el virus y hospitalizado por su causa, urgió a cambiar la estrategia estatal frente a la epidemia, que hasta ese momento no tenía en cuenta intervenciones drásticas sobre la vida pública ni privada de los ciudadanos. 
 
La parte compleja del asunto y que podría verse como engañosa o confusa, en el mejor de los casos, es que los modelos epidemiológicos “no son un snapshot del futuro. Estos siempre describen un rango de posibilidades, y esas posibilidades son muy sensibles a nuestras acciones”, apunta Zeynep Tufekci, profesora del departamento de Sociología de la Universidad de Carolina del Norte, para The Atlantic.  “La variedad de resultados potenciales de un solo modelo epidemiológico puede parecer extrema e incluso contraintuitiva. Pero es una parte intrínseca de cómo operan, pues las epidemias son especialmente sensibles al tiempo y las acciones iniciales, y porque crecen exponencialmente”, agrega. Castillo-Chávez complementa afirmando que “no hay un solo modelo que sea 100 por ciento correcto ni realista porque parte de suposiciones  —claramente definidas, pero suposiciones— para hacer predicciones, las cuales permiten configurar distintos escenarios en aras de mitigar una epidemia de la mejor forma posible”. 
La matemática es una ciencia exacta, pero la medicina y el comportamiento humano no lo son, por lo que siempre hay factores involucrados que matemáticamente hay que coger con pinzas. Esas incertidumbres se contemplan en los modelos estocásticos, que son, a saber, más complejos en sus planteamientos y que llegan a medir el comportamiento humano a partir de lo que la gente valora.  “No podemos modelar la mente de cada persona, pero sabemos que la gente toma decisiones dependiendo de lo que valora, y adapta su comportamiento a ello”, asevera este profesor. Los modelos estocásticos  –a diferencia de los deterministas que, como su nombre lo indica están predeterminados por unas condiciones iniciales– incluyen el azar, es decir, toman en cuenta la aleatoriedad que puede darse en un evento (se utilizan, por ejemplo, en los juegos de azar). 
Aun así, por más dinámicos e incluyentes de distintas probabilidades, los modelos son estáticos, pero la población no. “Todos estos modelos son una gran herramienta para pensar, planear y tomar decisiones, y es la única manera de hacerlo. No obstante, no hay que olvidar que son cercanos a la verdad, no contenedores absolutos de ella”, acota, por su parte, Carlos Gómez-Restrepo, epidemiólogo clínico y psiquiatra, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana.  
Claramente no son bolas de cristal, pero ayudan a vislumbrar el panorama y a trazar caminos. Cuando Kermack y McKendrick configuraron su modelo, lo hicieron desprovistos de cualquier tecnología de cómputo, y sorprendentemente lograron cálculos muy elaborados (más teniendo en cuenta que para la época, Kermack había quedado ciego por una explosión que se produjo mientras trabajaba solo en su laboratorio). Hoy en día, las herramientas informáticas de simulación y la ciencia de datos conceden infinitas ventajas para confeccionar complejísimos y sofisticados modelos matemáticos y estadísticos, en busca de aproximaciones más certeras y eficaces que llegan, incluso, al campo de la medicina preventiva.    
La tecnología y las áreas del saber impulsadas por ella —creadas por el hombre y para el hombre— están servidas sobre la mesa y en acelerada evolución. Falta ver si en esta coyuntura que marca un punto de inflexión —siguiendo el lenguaje matemático— el Homo sapiens está a la altura de su propia capacidad evolutiva hacia un escenario trascendente. Ya lo había advertido Camus en los primeros párrafos de La peste: “Sin duda, nada es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la noche y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que existe otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al menos han tenido la sospecha y eso es su ganancia. Orán, por el contrario, es en apariencia una ciudad sin ninguna sospecha, es decir, una ciudad enteramente moderna […] En Orán, como en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno obligado a amar sin darse cuenta”. La historia lo dirá. 
 
Amira Abultaid Kadamani es periodista colombo-libanesa, coautora del libro de perfiles Vivir para crear, crear para vivir, del libro empresarial Bitácora de una multilatina, La estrategia de Nutresa y curadora de la antología Veinte años no es nada, una selección del trabajo del caricaturista Vladdo, publicado en su sección conocida como Vladdomanía. Se ha sumergido en el periodismo escrito cubriendo diversos tipos de información para medios como Reuters, AFP, El Espectador, Cambio, El Tiempo y Publicaciones Semana. Ha trabajado como investigadora y productora de documentales para Discovery Channel, National Geographic y PBS. Actualmente se desempeña como periodista independiente.